No importa la edad que tengan, los hijos, para cada padre, nunca dejan de ser niños...
Estaba el otro día paseando y me fijé, reconozco que con envidia, en unos niños que jugaban alegremente, mientras sus padres, a una prudente distancia, les observaban con atención, vigilando sus movimientos, pendientes de que nada pudiera dañarles.
No pude evitar pensar que poco cambia esa circunstancia a través de los años, aunque si bien es cierto que cuando nuestros hijos son pequeños nosotros actuamos y controlamos (salvo cosas de fuerza mayor), pero cuando crecen eso escapa de nuestras manos.
He de reconocer que a pesar de que mis hijos son ya dos hombres, continuo vigilante, y sigo, ilusamente, como cuando eran pequeños, intentando que nada les cause dolor.
El mero hecho de pensar, aún cuando sólo sean eso pensamientos, que algo pueda perturbarles ya me afecta, a mi, casi más que a ellos...(será que tengo menos fuerzas, o que miro más allá de lo aparente...)
Y es que si difícil es ponerse en el papel de los demás, en el de nuestros hijos resulta casi imposible.
Presuponemos, nos adelantamos, nos alteramos por cosas que para nosotros serían decisivas, y sin embargo para ellos, que lo viven desde otra perspectiva, la de la juventud, otra época, distinta generación, son irrelevantes.
Cuantas veces se da la circunstancia de que estamos nosotros preocupados por cosas que para ellos carecen de importancia, o de que ellos pretendan protegernos de ese malestar, tratando de hacernos ver que todo marcha bien... y nosotros escudriñando la mirada, los mensajes, los gestos... que difícil es "engañar" a un padre, hay un sexto sentido que te dice que algo pasa, y ese, aunque tu también disimules, suele estar en lo cierto.
Todos hemos sido hijos, todos hemos vividos situaciones, aunque acordes con los tiempos, parecidas a las que les suceden a los chicos de hoy, y las hemos afrontado con valentía, relativizándolas y siendo conscientes de las posibles alternativas, sin dramatismos, incluso solemos quitar importancia a lo que afecta a los vástagos de los demás, buscando soluciones positivas, mirando la situación más friamente, con más objetividad, pero, cuando se trata de los nuestros...
Que cierto el refrán " consejos doy que para mi no tengo"... Ay, cuando se trata de los nuestros, un pequeño problema, que altere su armonía, ya desequilibra la nuestra...
Y es que no nos damos cuenta, de que nuestros hijos, como los de los demás, dejan de ser niños para ser adultos, y adultos responsables de sus vidas, olvidamos que ya no podemos solucionar sus inquietudes, ni tomar decisiones por ellos, ni curarles sus heridas con un "cura sana", ni hacer que cesen sus lágrimas con un beso...
Y es que todos queremos que sean felices, pero esa felicidad no podemos encontrarla por ellos, hay un interruptor en nuestro interior que nos permite con un simple click cambiar a modo "predisposición para la felicidad", pero cada uno tiene que activar el suyo, y encontrar ese recobeco en el que está escondido, tarea costosa...y, por mucho que nos cueste a los padres, individual...
Ya no podemos evitarles los avatares de su camino, nuestra misión es enseñarles lo que a nosotros, a cada padre, y lo digo usando el neutro que me permite nuestra lengua, la suya, nos parece la mejor manera de enfrentarlos y afrontarlos, para orientarles, no queriendo que lo resuelvan como nosotros lo haríamos, sino aceptando que ellos adoptarán la suya propia y que nosotros estaremos a su lado, no para recriminar, sino para acompañar.
Todo padre, lo hace lo mejor que sabe, y puede, si, también lo mejor que quiere, pero esa idea de "no querer" me resulta dolorosa, y voy a dejar de lado a aquellos que no se hacen cargo de sus hijos, no merecen, a mi modo de entender, el calificativo de padres o madres, con progenitores ya tienen suficiente.
Los hijos, para cada cual los suyos, nunca dejarán de ser niños, pequeños o grandes, nunca cesarán nuestras ganas de arroparlos, consolarlos, protegerlos, aunque muchas veces ellos no lo entiendan, y les resultemos cansinos ...
Y a pesar de que llega un momento en el que nos parezca, que no nos necesitan , no es cierto, el simple hecho de que sepan que estamos ahí, queriéndolos, sonriendo y preocupándonos sin que se note, ya es importante, no están solos y lo saben.
Dicen que el amor entre padres e hijos es decreciente, pero yo no estoy de acuerdo, no es que se quiera más o menos, es que se quiere diferente, cuando eres hijo quieres como hijo y cuando eres padre como padre.
El amor, se respira, se inhala y se exhala, se transmite, se palpa, se
siente, no se mide por cantidad de tiempo se mide por calidad del
mismo, siembra que algo queda decían nuestros abuelos, y así es, si
sembramos amor, que engloba todo ese cariño, atención, y preocupación,
nuestros hijos lo cosecharán y sembrarán en su momento.
Y es que ese milagro que hemos hecho realidad, por mucho que madure nunca dejará de ser, para nosotros, padre y madre, un fruto tierno...
Aún escucho sus carcajadas de pequeños, y me emocionan sus risas de adultos, ya que me gustaría haberles transmitido que esa alegría, pese a los sinsabores, no hay que perderla nunca.
Y nosotros padres, siempre, aunque sea de corazón y pensamiento, e incluso de alma, permaneceremos vigilantes de esos niños...ya grandes.